La historia de amor más breve del mundo
El día que te conocí nevaba. No de un modo bonito, sino con pequeños copos tan finos que ensuciaban el suelo al tocarlo. La ciudad parecía más gris que nunca, incluso con el color de las luces navideñas, pero tú apareciste cruzando la calle e hiciste que no importase.
—¿Tienes fuego? —me preguntaste.
Tenías los ojos de miel y la sonrisa torcida.
—No fumo.
—Ya. Yo tampoco.
Me reí. No sé cómo lo supiste, pero enseguida te diste
cuenta de que era de esas. De las que dicen que no fuman y acaban las noches de
copas y olvido con un cigarrillo en los labios.
¿Tan predecible yo? ¿Tan astuto tú?
—Bueno. O quizá sí. Pero no tengo fuego.
Sonreíste con malicia y oí tu voz sin que abrieses la
boca.
«Yo no estaría tan seguro de eso.»
También sentí un calor repentino en el cuerpo. Después
señalaste con un gesto a un hombre que esperaba a que el semáforo se pusiera en
verde a un par de metros.
—Vamos, puede que él sí.
Y te seguí. Así. Sin más. Sin conocerte. Sin comprender
por qué mis pasos lo hacían. Solo imantada por esa fuerza que irradiabas, esa
seguridad aplastante a la que no pude, ni quise, negarme.
No lo sabía, pero estaba a punto de conocer el amor. Tú, yo y un cigarro fumado a medias en una noche de hielo derretido bajo nuestras suelas.
No hablabas. Solo me mirabas. Recorríamos las calles
sin destino fijo, aunque una parte de mí sabía que tú sí que eras consciente de
adónde nos dirigíamos. Siempre lo supiste, quizá. Siempre tuviste claro que podíamos ser algo
increíblemente bonito, aunque fugaz.
Le di una calada al cigarrillo y te lo pasé. Los dedos
se rozaron.
—¿Cómo estabas tan seguro de que fumaba?
—Porque tienes ojos de vicio.
Alcé una ceja, tal vez debería haberme ofendido, pero,
en cambio, me hizo gracia que fueras tan… tan… ni siquiera encontraba una
palabra que pudiera definirte.
—¿Eso te suele funcionar?
Te reíste. Lo hacías con la boca muy abierta y mirando
al cielo. Me imaginé siendo un copo de nieve y cayendo dentro de ti. Perdiéndome
hasta hacer nido en tu estómago para después deshacerme.
—No me malinterpretes. O sí. Yo qué sé. Pero tienes la
mirada llena de ganas.
—Eso es algo bueno, ¿no?
—Por supuesto, pero los que rebosamos esa intensidad
también nos enganchamos a todo con facilidad.
Tragué saliva y me vi enredada a ti sin siquiera saber
tu nombre. Eras listo. Impulsivo. Sincero. Y también tenías ojos de vicio. Era
una verdad tan grande como que me excitaba tu manera de mirarme desde lejos.
—¿A qué estás enganchado tú?
—A esto.
Nos señalaste y noté una sacudida muy dentro.
—¿Y qué es esto?
—Aún no lo sé. Pero eso lo hace mucho más adictivo.
No pude evitarlo. De habérmelo pedido, me habría lanzado
contigo por un agujero con los ojos cerrados. Así que te ofrecí la mano. La
cogiste. Tu piel era áspera y estaba caliente. Te humedeciste los labios y
tiraste de mí.
La noche se convirtió en un regalo. Hicimos la ciudad nuestra. Nos enamoramos de un instante, de un anhelo que sabríamos que caducaría por la mañana. Y cuando me besaste… cuando me besaste supe que el amor también puede ser tan fugaz como una estrella cruzando el cielo.
La nieve se había convertido en lluvia fina. Teníamos
el pelo lacio y húmedo, y los rostros fríos. Sin embargo, no parecía existir
nada más que eso que nos conectaba y que nos llevaba sin rumbo por la ciudad
dormida.
—Besas como caminas —dijiste.
—¿Y qué significa eso?
—Con seguridad, como si bailaras.
Me reí como una niña, notando que mis mejillas se encendían
por un pudor que no sentía desde la adolescencia.
—Pero yo no sé bailar.
—Sí, mira. Escucha.
Tarareaste una canción en mi oído. Hablaba de nubes y
amores caducos. Tu voz era ronca y firme. Tus dedos me acariciaban la espalda.
Cerré los ojos y tanteé tu boca. Y lo hice. Te besé. Y sentí el ritmo, la
cadencia de esa canción que había acallado con mi lengua junto a la tuya, con
nuestras manos buscándose, con las pieles encendiéndose.
Y, no sé si alguna vez te lo habrá dicho alguien, pero
tú besas como me demostraste que vivías, con intensidad, con arrojo, con todo
lo que eres expuesto entre tu saliva y tus labios. Con el don de hacer que una
noche condesara toda una vida.
—¿Lo ves?
Sonreí. Y volví a hacerlo. Rocé tu nariz. Lamí tu cuello. Acaricié tus formas por encima de la ropa. Deseé que todo desapareciera y que el mundo fuera una cama de sábanas blancas en la que perdernos.
—¿Crees que sabrá lo que estamos a punto de hacer?
Miraste al gato negro que nos observaba debajo de un
contenedor. Sus ojos azules brillaban como dos soles. Me apoyaste contra el
muro y echaste la vista atrás de nuevo para comprobar si alguien más podía ser
testigo de nuestro encuentro en ese callejón apartado en el que buscamos
intimidad.
—¿Y qué estamos a punto de hacer? —te pregunté con provocación.
Me agarraste de las caderas con firmeza y tuve que
contenerme para no morderte la boca.
—Lo que queramos. Eso es lo especial. Lo que lo hace
distinto. Inolvidable.
Sonreí. Estabas tan seguro de ti mismo que, de no
haber tenido tanto encanto, me habría desagradado, pero hacías que todo
pareciera un juego, tan natural, tan de verdad.
—¿Cómo sabes que será inolvidable? Quizá nos lo
carguemos. Puede que todo se desvanezca cuando comprobemos que no encajamos más
allá de un beso.
—Es imposible.
—¿Por qué? —susurré con tu aliento tan cerca que se
mezclaba con el mío.
—Porque es imposible que alguien olvide esto.
Metiste la mano entre mis piernas y rasgaste mis
medias. Gemí. Tus dedos se perdieron en mí. Mis manos se enredaron en tu pelo. Suspiré
en tu boca. Y nos bebimos. Nos follamos con todas las ganas condensadas en ese callejón.
Nos quisimos de un modo tan brutalmente honesto que sentí que me explotaría el
corazón. Nos corrimos. Nos dejamos un poco en ese rincón sucio y oscuro y,
después, sonreímos.
—Tenías razón.
Me dejaste un beso dulce en la punta de la nariz. Nos
colocamos la ropa. Volvimos a la luz de la calle principal. Tu mano trenzada
con la mía. Tu sabor en mi paladar. Tu calor en todas partes, bajo mi piel,
entre mis muslos, en un lugar oculto bajo las costillas que, esa noche, latió
más rápido que nunca.
Inolvidable. Así fue. Así terminó.
El sol salía a lo lejos. Ya no caía agua del cielo. Ya
no había nubes.
Caminamos hasta la parada del metro. Nos quedamos muy
quietos frente a la escalinata. Ninguno de los dos quería que se acabara, pero,
a la vez, sabíamos que era la única forma de protegerlo y de convertirlo en
perfecto.
Sentí tus dedos deslizándose entre los míos hasta
soltarlos. Como un pañuelo que se escapa por el soplido del viento y desaparece.
Y te eché de menos. Con una intensidad que me provocó un dolor hueco en el
cuerpo.
Suspiré, cerré los ojos y noté que te acercabas antes
de abrirlos de nuevo.
—Si no fuera una locura, ahora mismo te diría que te
quiero.
Cogí aire y me reí. Tú me acompañaste. Las mejillas se
rozaron.
—Si no fuera una tontería, te respondería que yo
también.
Nos miramos y lo sentimos. En cada partícula que nos
rodeaba, en cada bocanada de aliento, en cada latido, en cada pestañeo.
Sentimos el amor y, después, lo dejamos marchar.
El último beso fue dulce, pequeño.
Me guiñaste un ojo y te vi caminar hacia el otro lado
de la calle.
Hacia lo desconocido.
Cuando me subí al metro, pensé en ti y sonreí.
Acababa de vivir la historia de amor más breve del mundo y nunca me había sentido tan feliz.
Diciembre, 2021
Neïra
Excelente lectura. Para aquellos que sufren (sufrimos) de ansiedad y depresión, los libros y los animales de compañía suelen ser de gran ayuda para afrontar el día y las dificultades que se encuentran a diario, tanto para adultos, adolescentes como para niños. Gracias por compartir.
ResponderEliminar